Cuando
nació el tercer hijo de Doña Victoria lo bautizaron con un nombre que ya no
recordaba, creció rápido para poder apoyar a papá en la chacra, sobrevivió
hasta convertirse en el mayor de los hermanos y el último en irse a la capital.
De su infancia solo recordaba las pocas horas que fue a la escuela, los
domingos en la iglesia y las cosas que le enseñó papá. Su recuerdo más antiguo
era de una misa, lo mandaron a callar de un cocacho mientras el cura recitaba
el evangelio de Juan, y como lo que decía Juan era más importante que lo que
decía cualquiera en el pueblo decidió llamarse así: Juan Casas, tercer hijo de
Doña Victoria, el mayor de todos y el último en irse.
Papá se fue
muy pronto, había enterrado dos niños y una niña pequeña, le dejó encargada la
cosecha de ese año, cuanto debía cobrar y cuando empezar con la siguiente. Le
dijo que mamá se encargaría de sus hermanos, pero que tan pronto pudieran
debían ayudarlo. Mamá se fue también, en su último día le dio más besos que en
toda su vida, “aquí ya no hay nada para ti y tus hermanos” fue lo último que le
dijo, así que en cuanto puedo envió a cada uno de ellos con su tío en la
capital. Juan fue el último en partir, se había enamorado y tenía tres hijos creciendo
en la chacra.
Las cosas
no iban bien, debía ir a la capital a buscar más dinero, primero unos días a la
semana, luego unas semanas al mes, finalmente unos meses al año. La ciudad lo
agobiaba pero ahí estaba la plata, se podía trabajar de lo que sea, guardia en alguno
de los barrios nacientes, albañil en las muchas construcciones nuevas o
cargador de verduras en el gran mercado. Prefería esta última opción, le
gustaba pensar que llevaba sobre su espalda las mismas papas que crecieron en
su chacra, las que su mujer seguro había sembrado.
Regresaba de
haber dejado dinero en la chacra y lo llamaron para cuidar un nuevo barrio que
crecía al otro lado del rio Rímac, había sido zona agrícola le dijeron, todavía
quedaban algunas chacras, por eso la llamaban “Ciudad y Campo”. Fue guardia, ayudó
a construir muchas casas del barrio, y a trabajar la tierra en las chacras que
quedaban. Los de la cooperativa le regalaron un lote para que construyera algo
suyo, pero tenía que estar ahí, sino se la adueñaba otro de los que estaban
esperando. Ya no podía regresar a casa, está ahora era su casa, su mujer
tendría que entender.
Tenía facilidad
para el trabajo, nunca rechazó una oferta, hacía de todo, y todo lo hacía bien,
también enamorarse. La hija de unos vecinos era amable con él, se enamoraron,
tuvieron 3 hijos, pero el trabajo lo llevaba por otros lados, cruzaba mucho el
rio Rímac, a veces despertaba cerca del mar, otras sobre los cerros de Lima, y
en cada trabajo tenía un amor, y en cada amor un hijo, y tenía tanta facilidad
para conseguir trabajo.
Los hijos
crecían, y aunque no los veía a todos, se acordaba mucho de cada uno. La ciudad
creció mientras el envejecía, los que le conseguían trabajo se fueron muriendo,
su primera mujer ya había abandonado la chacra, estaba en la capital, pero no
se habían vuelto a ver. Sus hijos lo visitaban, cada vez más mientras iba
envejeciendo, sus mujeres no. Tuvo nietos, bisnietos y un tataranieto, la casa
se llenaba de música en cada cumpleaños, su última compañera era feliz con él y
con toda su descendencia, papá y mamá nunca hubieran adivinado hasta donde pudo
llegar, tenía la mano llena de callos y lo dolían las articulaciones, pero él
siempre reía.
Su última
compañera falleció, y él la amaba como si en ella estuviera todo el amor que
pudo dar, la casa quedó vacía, venía la gente, pero él no los veía, sabía que
sus hermanos también se habían ido, que él era el tercero, que era el mayor, y
que sería el último en irse. La última noche trataba de recordar su verdadero
nombre, le gustaba la idea de que quizás alguno de sus hijos, nietos, bisnietos
o quizás su tataranieto se llamaba como él sin saberlo. Al día siguiente
sobraron hombros dispuestos a cargarlo, por fin iba a descansar, todos estaban
presentes, nadie quería perderse la oportunidad de despedir al viejo, ese que
fue tantos, que amo demasiado y al que nunca le faltó una sonrisa para su
tataranieto.