Yo tenía tantas ganas de decirlo, ella se casó y todos estábamos
reunidos celebrando el evento, alrededor de una mesa blanca después de tantos
años, después de tantas cosas. Como siempre, éramos más hombres que mujeres, las
mujeres guapas siempre tienen más amigos que amigas, y nadie se quiso perder el
momento en el que por fin la mujer que se había declarado inmune al amor habría
de casarse.
Hubieron tantas ocasiones para decirlo, cuando me percaté por primera
vez del anillo nuevo que envolvía su dedo, cuando me entrego la invitación para
su boda (que era importante, que no me olvide, que por el amor de dios no
llegue tarde), cuando la vi entrar a la iglesia del brazo de su padre, y sobre
todo cuando el párroco dijo aquello de “Si alguien conoce algún impedimento
para esta unión, que hable ahora o calle para siempre”, pero ella siempre odio
los espectáculos así que preferí callarme y continuar con mi larga agonía nupcial.Tuve ganas de interrumpir los escuetos discursos que se
dieron por la nueva y oficial pareja de esposos, hasta ya tenía escogida mi
frase inicial, el tono de mi voz y la velocidad con la que mis palabras contarían
todo esto que llevo tanto tiempo escondido de ella, de nuestro grupo de amigos,
y hasta de mí mismo.
Yo tenía tantas ganas de decirlo, y cuando había decidido
que sería ahí, en esa mesa, llena de nuestros amigos, que contaría como me pase
todos estos años enamorado de ella, sin decirle nada, sin insinuarle nada, sin
siquiera guiñarle un ojo; el chato me interrumpió, confeso su amor por ella y rompió
en llanto. Nadie dijo nada, ni siquiera se escuchaba la música que bailaban los
demás invitados, uno a uno, los amigos nos fuimos acercando a él para abrazarlo
y consolarlo, quizás también para agradecerle, que se haya inmolado por
nosotros, para que a través de su llanto sufrieras también todos, porque nos
la estaban quitando, porque ella se había casado.
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