Ella era una chica plástica que quería tomarse unas chelas conmigo, y yo que nunca fui un chico plástico (por falta de méritos), decidí que al milagro no podría pedirle motivo. Ella llego vestida de rosa, combinando moda, sonriendo a cualquiera. Yo la esperé con la bufanda cruzada, con la casaca gastada, con look a lo Martín Romaña. Le gustaba declararse sentimental, emocionarse por la menor rima, por el más simple verso. Se confesaba enternecida por mis exabruptos de borracho, cuando confundo lugares y caras, soltando brindis donde no son bien recibidos.
Eran unas chelas muy frías, y yo que ya empezaba a entrar en calor, como la cosa se ponía buena, decidí que hasta el fondo estarían mejor. Siguieron las chelas, frías ellas, calientes nosotros, sonrisas en rosa que caían bajo la mesa, cual digno caballero me ofrecía a recogerlas, a elogiar su sensibilidad, a cumplir sus demandas. Seguía pues, enternecida con mis historias, con la exageración y la mentira, con las risas que ahora de mí caían, y el calor que poco a poco nos consumía.
Era una noche sin luna, y yo que la buscaba mientras caminábamos, hubiese justificado una historia más, la esotérica comprobación de cuanto nos amábamos. Terminamos en cualquier lugar, no sé como llegamos, la chelas frías, creo yo, nos llevaron. En punto de ebullición, ella se abría paso entre lo rosa, mientras yo dejaba al Romaña y su casaca gastada tirados por la pateadera, los besos corrían, las risas se estorban, los dientes se chocan, la timidez y el pudor no sumaban. La noche es una y será la última. Era una chica plástica, bajo unas luces de neón, en una noche sin luna y una mañana de "si te vi, no me acuerdo".
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