¡Rodriguez Salazar, Javier! Acaban de gritar un nombre y entre tantos sacos y corbatas se levanta uno, algo sorprendido y se acerca al señor. Lleva su sobre naranja que narra escuetamente lo que ha hecho hasta hoy, quizás le sirva luego para no olvidar. Buenos días señor ¿Cómo? ¿Por qué me gustaría trabajar en su empresa? Da una respuesta prolongada. No se cree nada de lo que dijo, inclusive ni siquiera lo entendió. Acá seguimos siendo un mar de soñadores laborales, nos miramos y vamos encontrando nuestro espejo en el otro. Una vez más vuelvo a sentarme con tanto extraño, que ya los voy sintiendo familiares. Las colas, los trajes, la sonrisa y aquellos apretones de mano van marcando la pauta de esos días, promesas de futuros inciertos y el camino al calvario, a la condena de la rutina, pero todos queremos el fuego de Zeus y que luego nos coman las entrañas. Pelearemos por las cadenas con los aromas prestados y los trajes cada vez más gastados, cansados. Es un mar humano y la incertidumbre va imperando en la sala de espera. Tienes un recuerdo esquivo de haber estudiado para algo, algo que no encontrarás acá. Poco a poco fuiste derrotando las ambiciones y conformándote con sueldos miserables. Ya no te encuentras en el espejo, ni en ese cuadro con sombrerito negro y mandil. Ya no recuerdas el gran discurso que le diste a tus compañeros y esa loca idea de ser gestores del cambio, aquel reclamo e indignación por el atropello y la búsqueda libertaria de la dignidad humana. Ahora formas la cola esperando ser llamado, has vuelto a rezar y el insomnio nuestro de cada día no te abandona. ¿Haber dígame? ¿Por qué le gustaría trabajar en nuestra empresa? Me mira, los ojos le brillan y me suelta una respuesta prolongada que ni él se la cree. Leo su currículum. Estudió Ingeniería Industrial y postula para asistente en una oficina de atención al cliente. Veo mi reflejo en sus ojos brillosos y siento su caída honda. Hay un breve silencio, él no me quita la mirada, no encuentra su mirada. Bienvenido.
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