30 de septiembre de 2016

El Viejo

Cuando nació el tercer hijo de Doña Victoria lo bautizaron con un nombre que ya no recordaba, creció rápido para poder apoyar a papá en la chacra, sobrevivió hasta convertirse en el mayor de los hermanos y el último en irse a la capital. De su infancia solo recordaba las pocas horas que fue a la escuela, los domingos en la iglesia y las cosas que le enseñó papá. Su recuerdo más antiguo era de una misa, lo mandaron a callar de un cocacho mientras el cura recitaba el evangelio de Juan, y como lo que decía Juan era más importante que lo que decía cualquiera en el pueblo decidió llamarse así: Juan Casas, tercer hijo de Doña Victoria, el mayor de todos y el último en irse.

Papá se fue muy pronto, había enterrado dos niños y una niña pequeña, le dejó encargada la cosecha de ese año, cuanto debía cobrar y cuando empezar con la siguiente. Le dijo que mamá se encargaría de sus hermanos, pero que tan pronto pudieran debían ayudarlo. Mamá se fue también, en su último día le dio más besos que en toda su vida, “aquí ya no hay nada para ti y tus hermanos” fue lo último que le dijo, así que en cuanto puedo envió a cada uno de ellos con su tío en la capital. Juan fue el último en partir, se había enamorado y tenía tres hijos creciendo en la chacra.

Las cosas no iban bien, debía ir a la capital a buscar más dinero, primero unos días a la semana, luego unas semanas al mes, finalmente unos meses al año. La ciudad lo agobiaba pero ahí estaba la plata, se podía trabajar de lo que sea, guardia en alguno de los barrios nacientes, albañil en las muchas construcciones nuevas o cargador de verduras en el gran mercado. Prefería esta última opción, le gustaba pensar que llevaba sobre su espalda las mismas papas que crecieron en su chacra, las que su mujer seguro había sembrado.

Regresaba de haber dejado dinero en la chacra y lo llamaron para cuidar un nuevo barrio que crecía al otro lado del rio Rímac, había sido zona agrícola le dijeron, todavía quedaban algunas chacras, por eso la llamaban “Ciudad y Campo”. Fue guardia, ayudó a construir muchas casas del barrio, y a trabajar la tierra en las chacras que quedaban. Los de la cooperativa le regalaron un lote para que construyera algo suyo, pero tenía que estar ahí, sino se la adueñaba otro de los que estaban esperando. Ya no podía regresar a casa, está ahora era su casa, su mujer tendría que entender.

Tenía facilidad para el trabajo, nunca rechazó una oferta, hacía de todo, y todo lo hacía bien, también enamorarse. La hija de unos vecinos era amable con él, se enamoraron, tuvieron 3 hijos, pero el trabajo lo llevaba por otros lados, cruzaba mucho el rio Rímac, a veces despertaba cerca del mar, otras sobre los cerros de Lima, y en cada trabajo tenía un amor, y en cada amor un hijo, y tenía tanta facilidad para conseguir trabajo.   

Los hijos crecían, y aunque no los veía a todos, se acordaba mucho de cada uno. La ciudad creció mientras el envejecía, los que le conseguían trabajo se fueron muriendo, su primera mujer ya había abandonado la chacra, estaba en la capital, pero no se habían vuelto a ver. Sus hijos lo visitaban, cada vez más mientras iba envejeciendo, sus mujeres no. Tuvo nietos, bisnietos y un tataranieto, la casa se llenaba de música en cada cumpleaños, su última compañera era feliz con él y con toda su descendencia, papá y mamá nunca hubieran adivinado hasta donde pudo llegar, tenía la mano llena de callos y lo dolían las articulaciones, pero él siempre reía.  

Su última compañera falleció, y él la amaba como si en ella estuviera todo el amor que pudo dar, la casa quedó vacía, venía la gente, pero él no los veía, sabía que sus hermanos también se habían ido, que él era el tercero, que era el mayor, y que sería el último en irse. La última noche trataba de recordar su verdadero nombre, le gustaba la idea de que quizás alguno de sus hijos, nietos, bisnietos o quizás su tataranieto se llamaba como él sin saberlo. Al día siguiente sobraron hombros dispuestos a cargarlo, por fin iba a descansar, todos estaban presentes, nadie quería perderse la oportunidad de despedir al viejo, ese que fue tantos, que amo demasiado y al que nunca le faltó una sonrisa para su tataranieto.

13 de septiembre de 2016

201


Te imaginas en un salón, con mucha gente, gente que conoces, que te mira desconfiada, que te quiso y ya no lo hace más. Te imaginas a tu madre viéndote por primera vez sin amor, te imaginas a tu padre confirmando que fallaste, a tus hermanos conteniendo las ganas de golpearte.  ¿Pensaste que tanta gente vendría a recriminarte?, de algunos ni te acordabas, pero nadie quería perderse la oportunidad. ¿Sabes si esto es real?, ¿puedes confiar en ti esta vez?, alguien gritó lo peor que hiciste en tu vida; otro, tu error más grande; mamá recordó las veces que le fallaste; y papá (que esperaba poco de ti) dijo que se sentía decepcionado. Tres de ellas quieren abofetearte, tus mejores amigos deseaban lanzarte un derechazo. ¿Cuánto sientes que mereces en realidad?, nadie te va a rescatar, todos los que conoces están aquí, así que abandona cualquier esperanza, este es el final del camino.

El salón está ubicado junto a la escalera que va hacia el sótano, tiene una pequeña ventana a la altura del techo y la gente que pasa por ahí echa una mirada al interior sin perder el paso. Tú los ves, también sin prestarles mucha atención, no vas a pedir ayuda, en el fondo quieres esto tanto como ellos. Los reproches siguen, ya algunas cosas ni las recordabas, pero al escucharlas te sientes como si acabaran de suceder. Pareciera que el aire es finito en ese salón, ellos son muchos y tú estás solo, quisieras que fueran más para que el tiempo se acorte, quisieras que tu respiración dure menos que sus palabras. ¿Puedes ver el sol ocultándose?, la luz es cada vez más débil afuera, por dentro todo es cada vez más oscuro, y sus palabras son más duras, solo una pregunta ronda tu mente: ¿no podría ser el final más corto?

La última derrota


Mujer, hay tanto miedo en mí. Me tiemblas los brazos al tocarte, ¿y si mis manos no te llevan al lugar donde otros te llevaron? Me faltan fuerzas para alcanzarte, y me asfixia la duda por el futuro. ¿Quién dijo que mañana es mejor?, porque no podemos quedarnos  aquí, donde todavía puedo ganar, después me arrepentiré de tanta cobardía, pero he visto muy poca luz estos días, perdona la torpeza y las palabras que me guardo, la angustia se apodera de mí y nunca ha sido fácil.

En vez de ganar, quiero abolir el juego para no perderte, aunque tu respiración está al alcance, la posibilidad de caer me atrapa y me destruye. Mujer, debes irte, aunque me duela, perder sin haber jugado es mejor que perderlo todo.

Quizás no todos estamos hechos para triunfar, y los pocos que tenemos mala suerte sufrimos la avalancha de gritos que nos alientan a llegar a la meta. No me exijas un triunfo, si no puedo empezar la partida, quedate conmigo, esta es la última vez que pierdo, otra vez.