21 de septiembre de 2013

A velocidad de tardón

Aún sentía el frío de la madrugada, a pesar que las cobijas de la cama me protegían de ello. La noche no hacía sus últimos despidos y algunas horas de pelea con el sueño, me conducían a seguir sosteniendo la idea de mantener mis ojos cerrados. ¡No confíes en que despertarás! Alguna vez escuche aquello. No confíes en que te vas a levantar de la cama a la hora indicada, en el minuto preciso, no confíes en esos cinco minutos más de sueño. Yo estaba apenas en el comienzo de ello, podía ver desde mi ventana la luz de los faroles y los conos de neblina que se formaban ahí. Eran las 5:03 am. Un freno exagerado de algún conductor que en demasía de copas o en demasía de adrenalina, optaba por acelerar su vehículo, me había despertado de aquel sueño sin recuerdo alguno, ese estado de olvido en el que muchas veces deseamos quedarnos. 

¿Conocen la rutina no? Las 5:00 am. avisan ya que te falta una hora para salir de la cama. Dicen que no hay nada mejor que saber que aún puedes seguir durmiendo. Voy sintiendo el peso del cuerpo, deben de haberlo sentido. Como cuando te tiras al mar boca arriba; el cuerpo cae ligeramente antes de salir a flote, viene una sensación de hundimiento producto de alguna  inseguridad inconsciente, luego de un silencio corto pero intenso sales a flote y solo miras la amplitud del cielo. Nubes que bailan con los vientos, como ideas que te revolotean en la cabeza. En ese momento, estas solo, lo sabes y disfrutas de ello, pero llega un ajeno que chapotea o te golpea y te vuelve a la realidad del mundo compartido, de las metas incumplidas, las obligaciones mañaneras y las que se quedaron con el freno acelerado. 

Son las 5:10 a penas y aún no amanece. La cama se convierte en tu guarida durante esos minutos. Levantarse, calentar un poco para ir a la ducha. Saber que es lunes o todavía miércoles dejar de tener mucho sentido, ves llegar a la mañana y un frío glacial te hace prometer que en 10 minutos te despertaras. Acá ya son las 5:12 el reloj ha decidido ir más lento. Muchas veces disfrute de esa sensación, cada minuto en el calor de la cama y con las promesas de despertar a tiempo. Muchas veces fueron promesas incumplidas y terminaron con una escena en donde salgo corriendo acelerado  para llegar temprano al trabajo. Las 5:30 van acercándome más. A las 6:00 tendré que salir de acá, lo sé, no aguantará el reloj una tardanza más, se torna inevitable no abrazar a la almohada por última vez. Estiras el cuerpo, recoges el segundo heroico y sales de la cama. La mañana tiene un color extraño cuando sales de cama, opaco, grease, triste. Hace frío y son las 6:30, sigo mirando mi habitación moverse a la velocidad de una mañana, se acomoda el saco, la camisa, mi corbata. El agua del baño se va preparando para mi llegada, mi cepillo ya tiene olor a menta. Todo se mueve, menos yo. 

Las primeras gotas en la ducha, son como las cachetadas que alguna vez te han tirado si es que andas algo desconcertado o mareado. Esas palmadas borrosas que te piden reaccionar. Cada gota fría te va despertando y alejando del calor inicial que tuviste en la cama. Te acuerdas la última vez que convidaste parte de tu cama, su calor y los gestos que ella hacía mientras dormía. Son las 7:00 y ya te andas acomodando la cadena, digo la corbata, vas a velocidad de tardón y corres para no perder la costumbre. Son las 7:20 y tú estas sentado en el autobús compartiendo espacio y aire con los demás. Sientes una ligera comodidad, un recuerdo de tu mañana. Los ojos pierden de nuevo su firmeza y caes en un sueño interrumpido por cada paradero que se asemeja al tuyo. 8:20 llegas algo tarde como para no perder la costumbre. El Guardián te saluda con la misma cortesía, pero en su mirada ves una expresión de sorpresa y luego sonrisa cómplice. Le agradeces mientras sueltas una pequeña risa. Te das la vuelta. El día parece más bonito que de costumbre, es mejor caminar más lento, visitar a alguna vieja amiga, disfrutar algo del sol que ha salido y tomarse algún jugo en el camino del regreso. Total los domingos no vas a trabajar. 

7 de septiembre de 2013

Resfríos para comenzar

Porque en estos momentos recordar era volvernos a encontrar…yo me permito el recuerdo. El invierno en Lima se había vuelto agresivo, a pesar de ello, seguía prefiriéndolo en vez del verano. Yo andaba ligeramente abrigado y tú completamente. Tu nariz roja delataba la derrota ante este clima y tus ojitos chinitos complementaban la idea. Como recordar es volver a encontrarnos, me encontraste distraído como de costumbre y después de tantos días entre miradas y ningún atrevimiento por compartir el frío. Decidiste acercarte y preguntarme por los temas clase que llevábamos juntos. Mientras hablabas sin parar yo empezaba a grabar tus expresiones que me permitirían volver a encontrarte.

Ese día, a pesar de tu nariz roja, te encontraba realmente hermosa, me sonreías. Y entre mocos del resfrío y pañuelos que desechabas con gran velocidad iba componiendo tu primer poema. Yo te conversaba de lo aburrido de mi trabajo y tú atinabas a burlarte de mi sueño de ser un Ing. Civil que aspira ser un gran escritor. Mientras te iba replicando y buscando argumento que sustenten mis aspiraciones, el melodioso soplado de tu nariz nos iba haciendo coro en nuestra conversación y el despido se convertía en nuestra excusa de volvernos a encontrar. Había soltura y naturalidad en tu resfrío, no había permiso ni disculpa, apenas si lo notaba, eras tú la que descomponía, entre risas, mis equivocados sueños y yo, entre argumentos, iba provocando esa risa cada vez más.

Nos empezamos a recordar más seguido, mejor dicho a encontrarnos y todo ese mes nos acompañaron los pañuelitos desechables que cambiabas con total naturalidad. Siempre dejamos que nos acompañe, nunca le puse un pero a tu resfrío fatal, había hasta encanto en tu descuido y me encanta que, entre pastillas, maldecías tu debilidad.

Te mencione que no era de enfermarme mucho que eran pocas, las veces, que en cama termine y más de una vez, luego, te invite a ella y más de una vez, antes, no me atreví a hacerlo. Pero el relato no va por ese desenlace, sino cómo fuiste capaz de enamorarme entre resfríos, mocos y pañuelitos que componían un trío sin igual. Debo confesar que varios besos después yo también termine con resfrío y entre té de limón fui comprendiendo más tus locuras. Me prometías compartir la enfermedad y que ningún remedio nos iba a separar, pero al final nos terminó curándonos esas inyecciones que nos recomendó el doctor, no tuviste reparos en reclamar consuelo después de las inyecciones, tremendo dolor que nos aguantamos y tremendo consuelo que nos compartimos.

Mujer del resfrío ahora que la noche congela, vuelvo a recordarte, quizás con la excusa vieja,  de aquel refrán que invente al inicio. Encontrarte en este invierno que ya no compartimos y con esta enfermedad que los remedios no nos puedan separar. Debo confesar que jamás logre utilizar los pañuelos con tu naturalidad, siempre provocaron ese rubor desleal, que me empujaba a los baños y me ocultaba en el hogar.


No olvidaré como andábamos sin parar, yo botando papeles de tantos mamarrachos escritos y tú de tanta gripe. Había un desfile de papeles usados que se emparejaban en nuestro camino. Me contabas de aquel sueño que tanto te asustaba mientras iba dibujando tus ojos con las yemas de los dedos, pequeño retrato de nuestro encanto te decía, entre permisos que no íbamos dando. Había más porque reír me repetías con las nariz roja y yo te daba uno con la mirada perdida y los lentes caídos. Me resaltabas la gracia que te causaba mi mirar. Eres un soñador nato, se nota en tu mirada y lo gracioso es que ni te cuenta te das, me repetías entre chalinas y demás telas que te momificaban. Yo sólo atinaba a decir que todo era verdad, lo tuyo y lo mío mujer.