6 de septiembre de 2010

Volver

Todas las calles guardan un secreto, sobre todo las calles donde crecí, aprendí y olvidé las cosas que me quisieron enseñar, como mis viejas callecitas de la adolescencia donde alguna vez terminé mal una pelea o el portón de la fábrica donde fallé tantos goles imposibles. Todos los caminos se vuelven a pisar dos veces en la vida, ya sea por voluntad propia o por algún pretexto perdido en las excusas de la rutina que hoy me hacen volver. Todas mis calles guardan un dolor, como el umbral de su puerta, por donde pasaba cada mañana para esperarla salir con el cabello castaño recién bañado y su falda a cuadros muy pequeña, mientras yo ensayaba una mueca de casualidad para su umbral y trataba de convencerla todo los días de que teníamos el mismo destino, que ibamos a la misma escuela, y que no me molestaba desviarme 30 minutos diarios de mi ruta para pasar a la misma coincidente hora por su casa.

Hay algunas canciones que le recuerdan rutas a nuestros pies, como ese Volver de Gardel, y no fue apropósito lo juró, fue culpa de mi reproductor musical, y ya luego no pude evitarlo, bajarme en ese viejo paradero donde antes solía leer los encabezados sin comprar nada, pasar por la nueva fachada de mi antiguo hogar, revisar los escondites infalibles a la hora del juego, buscar algún rastro de mi rayuela en la acera. Seguir directo mi camino ritual hasta su casa, mirar de reojo la silla donde la espere, entrar a la panadería desde donde vigilaba que se abriera su puerta y saliera para dejarme acompañarla en ese camino edénico y tartamudo que duraba algunas horas para mi, algunos minutos para ella, donde quizás algún día me atrevía más y fingía tropezarme torpemente para caer a su costado, o inventaba que tenía algo en el cabello para poder desenredar un rayo de sol matutino que se le había quedado prendido en un costado. O la esquina donde quizás se me ocurrió invitarla por primera vez al cine con mis propinas de escolar, o la curva donde quedó escondido mi miedo a morir desangrado en sus pies diciéndole que solo vivía para ella, para acompañarla en las mañanas y soñar todas las noches planeando el día siguiente.

Así los vientos de otros tiempos mejores cambiaron nuestros rumbos, hasta que esa canción me trajo hasta aquí, por aquello de volver, y entre que compraba una empanada de esas que comía de joven cuando se tardaba en salir, la canción de Gardel en mis oídos seguía sonando y quizás tenía razón, y tal vez veinte años no son nada, y podría demostrarle a la vendedora que me había reconocido con lástima que no es tan malo vivir con el alma atrapa en un recuerdo, y que ya no tengo miedo del encuentro, que ya no quiero torturarme todas las noches con futuros inventados y castaños, quizás, quizás aun hay esperanzas, a menos que no sea su sobrino el bebe que lleva en brazos por esa calle que va camino a la escuela.

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