Son cuarenta y tres kilos. La piel es definida por sus huesos, es sus brazos se bifurcan trayectos, historias, pliegues y sombras que manchan su piel. Mis piernas tiemblan como a ella sus brazos. Sus brazos que rodean mi cuello, sin disimular el miedo. Cada escalón es una ruleta rusa. Lo sabe y se aferra a mí. El olor a sudor se va desprendiendo de sus cabellos, hilos blancos y delgados que bailan por mi rostro. Hace veintitrés años mi madre vino a este cerro en busca de nuevas oportunidades. Vino huyendo de él, buscando un nuevo comienzo, ser libre nuevamente. Sin embargo, este cerro se ha convertido en su cárcel. Cada escalón es un martillazo en los huesos, un golpe profundo, hueco que hace rechinar sus dientes y cerrar los ojos para silenciar el dolor. Poco a poco, la fueron derrotando y con el tiempo se cansó. Ahora solo mira desde la ventana la neblina que disimula la fealdad de este lugar. Mira y escucha los gritos de una ciudad molesta, escandalosa, que no soporta a nadie y que no está para dar favores o detenerse a mirarla. Ella descansa en este cerro. Su cárcel.
La cargo con mis veintitrés años encima, subiendo los cuarenta y tres escalones que me alejan de la avenida, que me permite llevarla al hospital. A la mitad del abismo hago un breve descanso, empiezo a sentir los hincones de la columna baja y las piernas me vuelven a temblar. Mi madre empieza a quejarse de mi inestabilidad. Dice que zigzagueo por las escaleras de un lado a otro y yo prefiero dar una tregua a este reclamo insistente. Sentadas a un extremo, diviso, dos escalones más abajo, unos palitos y colillas que empiezan su danza habitual. Se van juntando poco a poco: boletitos y servilletas, envolturas y Tecnopor, arrugadas o hechas bolitas producto de la furia, la indiferencia. Van formando un tumulto junto a un montículo de tierra y empiezan a girar entre ellas azuzadas por el viento, creando su propio remolino de indiferencia. Giran y saltan, intentan convertirse en aves para escapar. Yo también quisiera escapar, pero luego de ciertos fallidos vuelos, caen los “Icaros”, escondiéndose en los pasadizos que se crean entre el cemento y la tierra. Entre tanto escalón colorido, entre tanta publicidad municipal.
El recorrido se repite todos
los días, está vez no es a ella a quién cargo, el espejo de los baldes refleja
el gris del cielo. Juego a que soy un dios que puede moverlo a su voluntad y
los hago temblar creando olitas que distorsionan la imagen, que rebotan en el
agua de mi balde, de extremo a extremo. Cada escalón tiene flechas tácitas que me indican
hacia que parte me debo arrimar. A la derecha si en la izquierda se ha
corroído el cemento y se divisa una piedra media salida, que pone a prueba tu fe, a la
izquierda si en la derecha veo mierda de perro, mierda, mierda.
Mi fuerza,
reduce los baldes, raciona su uso, agota mi rutina. Mi madre nos trajo buscando
una mejor oportunidad, creyendo que acá en esta capital bendita, junto a este
cerro húmedo y tantos escalones, tantos escalones, tantos... podríamos lograr algo mejor. ¿Yo?, yo solo tengo frío, frío, dolor y sed...